El paso de un dia.

Amanece. Te acercas a la ventana y apoyas tu rostro contra el cristal. Miras. Respiras. El Sol comienza a salir y su brillante sonrisa te grita los buenos días. Un rayo, fino y dorado, se filtra por los cristales y acaricia una de tus mejillas. Tienes una sensación cálida y enérgica que te obliga a despertar, a la vez que te recuerda lo bello que hay allá afuera.

Te levantas con mucho esfuerzo. Tu mirada no se aparta de la ventana. Hay muchos perros por donde vives y ya se encuentran en su faena diaria. La gente les dice callejeros, pero tu sabes que eso no es cierto. Probablemente solo tu lo sabes entonces.

La casa, en estos momentos, está llena de ruidos. Puedes escuchar a los niños camino a la escuela, vecinos camino al trabajo y, de la casa de a lado, escuchas el noticiero. Ruidos cotidianos que te recuerdan tu rol en el mundo y que te obligan a salir de tus cavilaciones para entrar en ese juego que todos llamamos vida.

Te desconectas. Te dejas perder. Te fundes en la corriente, en la masa de gentes. Te vuelves uno de ellos. Corres. Gritas. Ries. Sufres. Lloras. Y luego regresas a casa. Te quitas tus ropas, tus zapatos y tu mascara. Entonces eres tu mismo. Te disfrutas. Te alimentas.

Te acercas a la ventana y te das cuenta que el Sol se ha ocultado. Ha vuelto a marcharse sin despedirse, y su hermana la Luna aun no se asoma. Respiras. Pensando en mañana te metes a la cama. Y viajas. Te pierdes. Te encuentras. Te inventas.

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