El vacio como echo.

En esa larga búsqueda de los componentes últimos de la naturaleza, el vacío ha ido ganando protagonismo. Pero ese vacío no es sólo un componente de la realidad, yuxtapuesto a otra cosa –la materia– que sería el no-vacío.

La revolución teórica y práctica sufrida por las ciencias físicas en este siglo ha mostrado que la separación entre materia y no-materia (vacío) no es un límite insalvable, que la relación entre ambos términos es profunda. Por una parte, Einstein nos enseñó que la masa podía transformarse en energía (según la famosa ecuación E=mc2); por otra parte, la mecánica cuántica condujo al modelo del comportamiento dual onda / partícula. Los dos lados de la realidad dejaron, pues, de ser compartimentos estancos.

La definición hoy aceptada del vacío recoge esta ambigüedad: entiende que el vacío es una fluctuación de campo de pares de partículas-antipartículas, fluctuación de media nula. Eso explicaría que una alteración de esa fluctuación diera como resultado la “paradoja” de la emisión de partículas por parte del vacío. Son fenómenos que han sido detectados en el laboratorio y que se confirman en la paradoja de la emisión de partículas por parte de un agujero negro, emisión en principio inesperada por cuanto un agujero negro es una concentración gravitatoria de tal intensidad que no deja escapar de sí ni a la propia luz.
Esta paradoja del vacío como emisor de partículas señala un paso más en la comprensión de los límites de la realidad. Esta ya no se compone de dos ámbitos, vacío y materia, perfectamente independientes. La visión premoderna negó uno de esos componentes, el vacío; el siguiente paso fue admitirlo como componente posible, pero como simple contrapunto inerte de lo existente. El último paso ha sido poner en relación los dos ámbitos aparentemente contradictorios.

Es así que el vacío viene a confundirse con el substrato subyacente a la manifestación de la realidad. Del inicial horror al vacío, visto éste como el reverso imposible de lo existente, hemos pasado a integrarlo como fondo último. El límite ha sido traspasado; el espejo ha sido traspasado en busca de su reverso.

El vacio existe como tal y como termino tambien en las matematicas el cero es el vacio.

No es imaginable la actividad científica sin su instrumental matemático. Dentro de ese instrumental, lo elemental es contar con sistemas de numeración y de cálculo operativos.

Eso hoy son obviedades que parecen no requerir mayor explicación. Sin embargo, el sistema de numeración decimal que hoy utilizamos con la mayor naturalidad no siempre estuvo a mano. De hecho, su uso en Europa no es anterior al siglo XV; y no fue un producto de la ciencia occidental. Tuvo que ser importado de la India a través de la mediación árabe: por eso, a ese sistema de numeración lo designamos también como “cifras árabes”. Pues bien, el sistema de las cifras indo-árabes, que técnicamente hay que llamarlo “sistema posicional decimal con cero operador”, tiene uno de sus fundamentos principales en el uso del cero. Se ha dicho que el cero es la principal contribución de la India a la cultura universal.

Sin cero no habría sistema decimal posicional, como tampoco habría sistema binario –ése en el que la información digitalizada es reducida y tratada en toda clase de instrumentos de la tecnología más reciente–. El término “cero”, al igual que el término “cifra”, deriva etimológicamente del árabe “sifr” (que significa ‘vacío’) y éste es la traducción del original nombre para el cero, el sánscrito “sunya” (literalmente ‘vacío’). El cero es, pues, el vacío matemático. Lo es al señalar una posición vacía en el orden posicional de las potencias de diez (unidades, decenas, centenas, miles, etc): un número como 3069, por ejemplo, fue escrito originalmente como 3 69, lo cual señala una posición vacía en el orden de las centenas. El signo cero explícito recuerda simplemente esta ausencia.

Y el cero es el vacío porque designa la ausencia de cantidad. La gran contribución al “inventar” el cero fue conceptualizar esta paradoja de contar lo incontable, incluir como número algo que propiamente es lo opuesto al número porque es la ausencia de cantidad. Esa operación mental, aparentemente simple, decisivamente revolucionaria, no fue asequible al pensamiento de Occidente.

Tuvo que producirse en la India (antes del siglo III aC), en un contexto marcado por un pensamiento que supo atender al valor de la ausencia, al valor del vacío. No fue el fruto de la introducción de un mero artificio técnico en los sistemas de numeración. Este aspecto extracientífico es crucial; Occidente, al ignorar o despreciar durante muchos siglos el valor del vacío, fue incapaz de “inventar” el cero.

El vacio nos ayudo a crear inventos curiosos como la transmisión pneumática.

Un capítulo curioso en la historia de las aplicaciones del vacío es el de la transmisión pneumática. Su principio consiste en establecer un diferencial de presiones en el interior de un tubo, por ejemplo vaciándolo en uno de sus extremos. Este vaciado, con la consiguiente diferencia de presiones, provoca un efecto de succión; de modo que un objeto colocado en uno de los extremos del tubo será succionado hacia el extremo opuesto.

El tubo pneumático se convierte así en un medio de transporte.

Este principio fue aplicado muy particularmente a la transmisión de documentos. En el siglo pasado y en la primera mitad de éste, multitud de edificios incluyeron todo un sistema de tubos ramificados en los que se realizaba tal transmisión pneumática. Oficinas de correos, ministerios, bancos, oficinas, grandes almacenes, funcionaron con esa tecnología, todavía visible en algunos casos y que recordarán los lectores de mayor edad. Ciudades como Nueva York, Boston, Philadelphia, París y Londres contaron con una red muy extensa; en Londres, por ejemplo, en 1886 esta red tenía 34,5 millas. La transmisión pneumática no queda circunscrita sólo a este campo de la transmisión de documentos.

Otra de sus aplicaciones fue el llamado tren atmosférico, cuya construcción es contemporánea al tren basado en la máquina de vapor. Su funcionamiento requería el trabajo de bombas de vacío colocadas a intervalos. Se pretendía con ese proyecto un tren más limpio, ligero y silencioso que la pesada máquina de vapor.

Aunque la alternativa no prosperó, varias líneas fueron construidas: la primera en Devon (Inglaterra) en el año 1846; otra funcionó en el extrarradio de París hasta el año 1860; y en Nueva York en 1870 fue ensayada una línea del tren subterráneo con esta tecnología (ver figura). Finalmente hay que recordar otra aplicación algo siniestra. Fue en Viena: en 1874 se presentó un proyecto de red pneumática kilométrica para el envío de los difuntos de la cuidad a la tumba que les estaba destinada. El proyecto, perfectamente viable, fue desestimado sólo por razón de su elevado coste.

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